Visitando al Shodaime Hokage

Era tarde para comenzar, pero siempre "tarde es mejor que nunca", así que, por fin había entrado a formar parte de los jóvenes ninjas de la villa oculta de la Hoja, Konohagakure. Tras un largo tiempo aprendiendo las normas y las reglas de mi clan, el clan Hyuga, había llegado la hora de ir más allá del barrio y de explorar las calles de Konoha. Mi aventura como shinobi no había hecho nada más que dar comienzo, y... tal y como me habían enseñado mis superiores, lo primero que tenía que hacer era presentarme ante el excelentísimo Shodaime Hokage, una gran persona a la cual no había visto a lo largo de mis 16 años de vida, pero del cual había oído hablar mucho.

Al parecer, el Shodaime Hokage era una persona respetable, horonable, y un gran ninja, sin ninguna duda. Sólo los ninjas más fuertes conseguían llegar al título de Kages. Según los libros que había estado leyendo para documentarme, había 6 Kages, uno por cada villa. El nombre de cada Kage dependía de las villa en la que estuviese, siendo, de esta forma: Hokage, Kazekage, Otokage, Mizukage, Tsuchikage y Raikage. Todos estos Kages eran ninjas excepcionales y parecía ser que hasta la fecha, no había nadie que pudiese ganarlos. Según había oído decir... los Kages no tenían que ser necesariamente shinobis, por lo cual, no debería extrañarme si el Hokage era una kunoichi. Las dudas llenaban mi cabeza: ¿qué aspecto tendría el Hokage? ¿sería un shinobi o una kunoichi? ¿sería joven o viejo? ¿sería amable? Cada paso que daba se hacía más intenso... estaba deseando llegar a su edificio, donde podría aclarar finalmente todas mis dudas.

El momento se estaba acercando, mis pasos eran firmes, cortos, y rápidos. Tenía prisa... estaba nervioso e impaciente por conocer al Hokage, pero no quería precipitarme. Al subir las escaleras de su edificio personal, me topé con la puerta que daba directamente a su despacho: La sala del Hokage. Dentro, estaba uno de los ninjas más fuertes del mundo... y en unos segundos tendría el honor de conocerlo personalmente. No sabía si debía entrar, pero la educación que me habían enseñado y los modales me obligaban a llamar a la puerta, y... por muy nervioso que estuviese, tendría que esperar su respuesta para poder entrar. Armándome de valor, acerqué mi puño derecho a la puerta cerrada de su despacho, y di tres golpes lentos y fuertes, para avisar de que estaba allí y pedir permiso para pasar.